La persona sigue contando a partir de estar enferma, no antes, la persona enferma, viene a ser un humano sano estropeado, cuyas alteraciones morfológicas o de funcionamiento, desgraciadamente se deben tratar según los criterios físicos, químicos y anatomopatológicos. Aún se sigue manteniendo el culto al dato, según el viejo y obsoleto sistema de entender la ciencia y se olvida el tratamiento al enfermo como un ser global que vive su enfermedad de un modo individual y totalmente peculiar condicionado en su etiología, desarrollo o remisión por la propia historia de la personalidad del sujeto.
Esta dimensión personal humanista, obliga a reconocer que junto al método llamado científico, que se sirve del pensamiento concreto, para manejar con eficacia una gran cantidad de datos, cifras y valores mensurables, hay que admitir con idéntica categoría de conocimiento científico otro tipo de pensamiento más globalizador, dinámico-interpretativo que busca en el significado integrado de los datos la comprensión de la dimensión psicológica, no ya de la enfermedad, sino de la personalidad que la sufre, cómo la vive, qué significado tiene para si mismo, qué alteraciones comporta en su cuerpo y en su relación y readaptación al entorno.
Si el ser humano es social por naturaleza, sociales tendrán que ser la manera de contraer la enfermedad, el modo de sentirla, vivirla, la concepción de la misma y la actitud de la familia ante el enfermo y, naturalmente, la asistencia médica y psicológica.
Para explicar las reacciones del paciente frente a la enfermedad es necesario manejar un paradigma interactivo con la persona enferma, derivado precisamente de la propia relación. Tal arquetipo incluye el factor de estrés, las características de la enfermedad, su gravedad, el posible peligro de muerte, las características del paciente, los factores ambientales y la educación familiar.
De acuerdo con Hennnezel, las enfermedades de evolución lenta causan menos ansiedad que aquellas con una evolución rápida. Los factores ambientales con particular influencia sobre las reacciones a la enfermedad física son las interacciones con la familia, la sociedad, y también la situación económica. Como es natural, la enfermedad física crónica puede llegar a interferir con la capacidad de trabajo y de diversión del individuo, bloqueando la expansión y equilibrio de la personalidad, lo cual puede abocar fácilmente en la aparición de un cuadro depresivo. Además, hay que tener en cuenta que la pérdida del empleo lleva también a la perdida del rol sociolaboral.
De otra parte, el paciente con una enfermedad crónica o sometido a una larga hospitalización, generalmente se le priva de participar en múltiples diversiones que previamente eran muy gratas y auto estimulantes, ello puede aumentar los sentimientos de abatimiento, disminución de la sensación de dominio sobre sí mismo, sobre el ambiente y un aislamiento. Asimismo, la enfermedad también puede interferir con la actividad y el interés sexual, así como con las interacciones familiares y sociales. Todas las pérdidas citadas anteriormente pueden generar o intensificar problemas familiares, destruir las relaciones sociales previamente establecidas e, incluso, llegar a provocar depresión.
En ocasiones también el trastorno apráxico y la labilidad emocional, dos anomalías de base neurológica que se observan en pacientes con ictus, se confunden frecuentemente con la depresión. El paciente con demencia apráxica muestra enlentecimiento psicomotor, se niega a comer y presenta en apariencia disminución de la motilidad y humor depresivo. Por lo tanto, estas reacciones psicológicas no necesariamente traducen un patrón de comportamiento inadaptativo, sino que son expresión de la propia enfermedad neurológica causada por una afección bilateral de la corteza frontal; esta forma de demencia debe de distinguirse de la depresión reactiva, al igual que la labilidad emocional relacionada con el ictus. Probablemente la incontinencia emocional que frecuentemente se aprecia en las vivencias hospitalarias tenga que ver también con la pérdida del auto concepto positivo.
De igual forma, cuando la persona enferma se sitúa en el marco de su casa, toda la familia tiene que ajustar conductas y estilos de vida. Unas veces no se podrá salir de casa porque hay que cuidar al paciente, otras veces será necesario que su cónyuge salga a trabajar para mejorar la menguada economía, los hijos quizá no puedan practicar actividades relacionadas con su edad y desarrollo porque tienen que contribuir al cuidado del individuo enfermo.
Por lo tanto, evidentemente, la incapacidad implica profundos cambios en el estilo de vida y un nuevo esfuerzo de adaptación. Los sentimientos previos no resueltos de hostilidad, culpabilidad y dependencia entre padres e hijos, o entre la pareja, actúan de forma indudable sobre la situación presente; además los amigos y familiares quizá dejen de visitar al paciente al comprobar que se ha convertido en una persona difícil y deprimida.
Tal respuesta familiar es consecuencia de las características educacionales de la misma, donde se encuentra la formación del aparato psiquico del individuo a través de los conocimientos, modelos y valores propios para la socialización, que el individuo asume como propios, entre ellos encontramos la percepción de la enfermedad una pulsión de muerte.
Si bien el concepto de pulsión, considera que existen dos tipos de excitación a las que se somete el organismo, las cuales se rigen bajo el principio de la constancia. En estas excitaciones de orden externo e interno, encontramos a la enfermedad adherida al aparato psíquico. La pulsión supone un proceso dinámico, consistente en un movimiento de una carga energética que hace tender al organismo hacia un fin.
La pulsión respecto a la enfermedad tiene su fuente, hablando de los humores corporales donde comienza la tensión; su fin ya sea la recuperación del estado bio-psicosocial homogéneo que llamamos salud, o el termino de la vida que denominamos muerte; y, un objeto, gracias al que puede alcanzar su fin, llamémoslo familia.
Freud empieza a denominar a las pulsiones de acuerdo a la necesidad de supervivencia y de procreación, tambien llamadas sexuales. Luego este dualismo se modifica cambia convirtiéndose en pulsión de muerte (Tánatos) y pulsión de vida (Eros), ambas se conciben como residentes en el Ello, y como principios fundamentales que presiden la actividad del funcionamiento del organismo.
Eros conserva las unidades vitales existentes y ejerce fuerza en la constitución de unidades más amplias, manteniendo así la armonía entre los miembros de la familia, siendo principio subyacente a esta pulsión es el de ligazón de unidades orgánicas cada vez más complejas. Dentro de esta pulsión se encuentran la pulsión sexual donde las características de genero influyen en los roles y la posición de poder que sustentan los miembros de un núcleo familiar; y la pulsión del yo, siendo la conservación natural de cada persona hacia si mismo, esto le permitirá el auto cuidado y le procurara una vida mas sana.
En cuanto a su contraparte, Tánatos tiende a la reducción completa de las tensiones, o sea, a disolver al ser vivo al estado de materia inorgánica, tendencia a la destrucción de las unidades vitales, la desintegración del núcleo familiar, a la nivelación de las tensiones y al retorno al estado inorgánico, considerado como el estado de reposo absoluto. Las pulsiones se dirigen primariamente hacia el interior, tendiendo a la pulsión de destrucción, que en la enfermedad produce la depresión, el abandono, el sentirse vació; y en un segundo momento se dirigirían hacia el exterior con la pulsión agresiva, mostrando apatía, ira, miedo, confusión, y la necesidad de alejar a sus seres queridos.
Esta idea de que la pulsión de muerte es el empuje por el retorno a la materia inorgánica supone la concepción de que todo ser vivo fue en un antes un ser no vivo; por lo tanto, la satisfacción de la pulsión sería un retorno a un estado anterior, la muerte. La pulsión, destructora del organismo hacia sí mismo, no permite la resolución de los conflictos de la persona enferma, ya que el ello le indica la necesidad próxima de cumplir con esta pulsión.
La relación ante un paciente moribundo, ante sus familiares, adquiere como es natural, una dimensión psicológica totalmente distinta. La expresión emocional del tánatos, los deseos y sentimientos en esos momentos tienen una coloración totalmente distinta y sólo desde la serenidad con un gran dominio corporal y con una perspectiva empática somos capaces de transmitir lo que es deseable en esos momentos en que la vida se agota y el paciente es perfectamente consciente de ello.
El temor, la dependencia, la ira, la pérdida de autoestima, la culpabilidad y la anhedonía son algunas de las reacciones más comunes que encontramos en el paciente moribundo. Algunos autores, como por ejemplo, Kubler Ross, sostienen que los moribundos pasan de forma consecutiva por diversos estadios de negación, ira, abandono, depresión y aceptación. Otros investigadores han considerado habitual la depresión entre los pacientes a punto de morir, pero se cuenta con datos menos claros respecto a los estudios anteriores.
Indudablemente, podría haber cierta discusión en cuanto al número de estadios psicológicos que atraviesa el paciente moribundo; sin embargo, debe de quedar muy claro que la persona moribunda se beneficia inmensamente de la atención psicoterapéutica, siendo probablemente la mejor para el enfermo y la familia. En efecto, la ayuda, el contacto físico, el compartir los sentimientos, el lenguaje de las emociones, el afecto, la comprensión y la flexibilidad, etc., nos acercan mas al Eros con el que nos hemos habituado, el compartir un rol dentro del núcleo familiar, aun así sea dependiente nos acerca a esta socialización primaria que humanamente no podemos rechazar, ya que la pulsión de vida indica la introyeccion de los absolutos del Tánatos para la adecuada convivencia de la especie.
La introyección de la culpa en beneficio de la civilización, esta culpa opera como medio auto represivo ya que cada individuo contribuye a la civilización a partir de sus propias renuncias de deseo, y estas renuncias varían con el grado de madurez que alcanza en cada etapa la historia de la civilización a través del dominio racional alcanzado sobre la naturaleza y la sociedad, sobre la base de nuevos medios cada vez más sofisticados o mejor dicho tecnológicos (eficaces, rápidos, anónimos, impersonales) sobre la naturaleza y sobre los demás individuos para la dominación de las pulsiones.
Estos medios eficaces de dominación sobre la naturaleza ya no los percibe el individuo o el grupo social como impuesto por un Padre, ya que la imagen paterna va sustituyéndose por figuras cada vez más lejanas y más impersonales, hasta llegar a este sombrío poder de un Destino, no cognoscible y, menos increpable. Por esta razón, burdamente argumentado, podríamos decir que existe una relación directa entre el crecimiento en la manifestación de Eros con relación al Tánatos y viceversa, o sea mientras más Eros, más Tánatos y mientras más Tánatos, más Eros.
“De esta manera tenemos a la cultura como la gran empresa de hacer que la vida prevalezca sobre la muerte, teniendo como arma suprema el usar la violencia interiorizada contra la violencia exteriorizada; suprema astucia ésta de hacer que la muerte trabaje contra la muerte" tal como lo dice Freud, en su ensayo “Una interpretación de la cultura".
Así entonces, Eros se impone a Tánatos en el control de la agresión a través de la ley y el orden, de la necesidad de la productividad en el trabajo para el progreso de la civilización, de la necesidad, también, de evitar la guerra, el genocidio, los fanatismos, las creencias, y la fatalidad de la enfermedad.; y a su vez el mismo progreso de esta civilización que controla por todos los medios que puede a la pulsión destructiva y agresiva, arremete el exceso de Eros aumentando la magnitud de la sublimación de la sexualidad, en el trabajo productivo, en la actividad artística y primariamente, en el interés de que los infantes dejen atrás esa etapa de la perversión polimorfa en la cual el Eros se deposita en varias zonas corporales, para que el individuo, se convierta en un individuo maduro sexualmente a través de la heterosexualidad monogámica, aquello que no se ajuste a esta norma civilizada de Eros presupone la enfermedad social, la de tánatos, donde las familias rechazan a un enfermo de VIH-SIDA por la manera en que adquirió la enfermedad, y no consideran que ha sido un miembro que ha aportado a la construcción psica de la familia.
La culpabilidad del enfermo y de la familia entra a través del concepto de deuda, donde la concepción de la pulsión de vida entra amenazadora por no haber sido cumplida, en su totalidad, suponemos que un ser civilizado no abandona a su familia por ello la deuda siempre aparece en el cuidado de la persona enferma o moribunda.
La protección del enfermo en esos momentos, frente a exploraciones absurdas o, simplemente de rutina, el control del dolor, la identificación de actividades agradables, y el conservar la imagen positiva de si mismo, requiere ayuda la familia que a su vez requiere de la ayuda del enfermo para encontrar una posición receptora de afecto.
En ocasiones, el paciente se siente confuso, apático, indiferente, postergado, como consecuencia de la propia medicación y de la hospitalización durante tantos meses. Es necesario asegurarnos de que él participa, de que él colabora, de que él decide, y de que él es consciente. De otra parte, el apoyo de la familia tiene una gran importancia para hacer frente a la soledad y al aislamiento del moribundo. En este período, a menudo se pueden solucionar conflictos duraderos entre el padre y los hijos; esto tal vez contribuya a que los hijos conserven un buen recuerdo de la relación con el padre. Los moribundos hospitalizados se ven sometidos continuamente a maniobras instrumentales sobre sus cuerpos, lo que quizás aumente en ellos la sensación de falta de control; en general, los pacientes que comprenden su dependencia a otro ser humano, y la proximidad de la muerte.
Habitualmente, no queremos pensar en la muerte, nos refugiamos en el mundo hedonista de la sociedad que ha construido Eros como si de esa forma pudiéramos evitar la única realidad humana, es decir, la muerte. Este fenómeno lo contemplamos como una realidad que se sitúa en los otros, nunca en nosotros mismos; sin embargo, la muerte se hace cierta porque afecta también a nuestros seres queridos, a nuestra familia.
Heidegger distingue entre la muerte impersonal, anónima, pública (muerte del otro), de la propia muerte, asumida en la angustia y derivada del sentimiento del hombre ante la nada, el ser para la muerte que hace al hombre sentirse solo, único.
Efectivamente, la experiencia de la enfermedad y la muerte significa el desvelamiento de la precariedad de la vida humana, la falsa estructura del mundo en la que nos anclamos cómodamente, en la que egoísmo y convencionalismo se dan la mano para impedir una auténtica relación con el otro.
Por eso en el planteamiento más existencialista, la muerte asumida rescata el sentido de la vida, al tiempo que la verdadera vida comienza.
Sabemos que vamos a morir y, sin embargo, vivimos empeñados en negarlo, como si el hecho de que la muerte existe nos imposibilitara para desarrollar las posibilidades de ser. El hombre es un ente que posee el ser como un ser-ahí, caído, arrojado, deyecto en la existencia; pero no se existe de manera abstracta. El hombre es en un país, en un tiempo concreto, en unas circunstancias específicas. Resumiendo, lo esencial y básico de la existencia humana es el ser-ahí-en-el-mundo
Sin embargo, en la actualidad, el hombre trivializa su propio ser reduciéndolo a una existencia inauténtica con el simple fin de huir de uno mismo. Se trata de llenar la vida con un cúmulo desproporcionado de fingidas necesidades, al objeto de no llegar a formularnos nunca la pregunta: ¿Qué sentido tiene nuestro ser? La muerte es la posibilidad propia, es el acto esencial de la existencia; el hombre es un ser-ahí-en-el-mundo-para-la-muerte. Precisamente, por esta condición inexorable surge la angustia y ello nos revela el hecho de que nuestro ser es la nada.
Sartre aborda el tema de la angustia distinguiéndola expresamente del miedo; miedo se siente por alguna cosa frente a algo; en cambio, la angustia es por nada. La angustia surge porque el hombre se ve sumido en una profunda crisis tras descubrir de forma anticipada no sólo la existencia de la muerte, sino algo aún más terrible que ésta puede acaecer por sorpresa en mitad de una vida vacía. La crisis de angustia cada vez es más evidente en el hombre de la cultura actual; el hombre inauténtico, impersonal, perdido y disuelto en la gran urbe, que carece de todo, incluso de un lugar donde morir dignamente.
No es fácil aceptar la muerte; percibir en lo más hondo de nuestro ser la nada puede conducirnos inexorablemente a la angustia estéril, al sinsentido y al suicidio. El sí a la desgracia, al dolor y a la muerte implica una apertura a la existencia humana, una dignificación por la que, lo que se llama generalmente desgracia, dolor y muerte, constituyen los fines más grandes del hombre. Ser humano significa aceptar el fracaso de encontrar una falsa seguridad en las cosas del mundo y aceptar así el destino que nos arriesga.
Lo que constituye el traumatismo de la muerte es la conciencia de que puede desaparecer el YO individual, la idea de la destrucción de la vida como despliegue en el mundo de la propia identidad.
La muerte aparece como el desorden fundamental, algo que desde fuera rompe brutalmente la armonía y plenitud de las manifestaciones de la vida. La muerte, en fin, rompe los elementos que constituyen la persona e introduce, indudablemente, desajustes en las relaciones del grupo familiar donde se produce el duelo, abatimiento de la persona que la acompaña hasta la aceptación plena de la muerte de la persona enferma y social más amplio ya que la influencia de la persona enferma con el mundo no termina al momento de morir, si no que se extiende a través de manifestaciones mínimas día con día en la vida de quienes lo conocían, evitándose así la nada.
Para encontrar el equilibrio dentro de la enfermedad se requiere de una dialéctica fundamental en donde dos entes distintos, en este caso pulsión de vida y pulsión de muerte dan como resultado una síntesis donde la persona se pueda enfrentar sin dudas a la nada que muchos llamamos muerte.
Dentro de la familia la composición adecuada entre el Eros y el Tanatos da como resultado una educación donde la enfermedad sea la condición de una persona, y no como una degradación de la misma en un objeto, al entender esto en el sistema familiar la muerte vendrá como un ciclo normal, en el que cada humano será un individuo, con su verdad, su integridad pero sobretodo su dignidad.
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